Lidia Jiménez RodríguezLidia Jiménez Rodríguez
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Hace un par de semanas fui a los cines Renoir, los de siempre, a ver Nomadland (2020). Aunque se estrenó en 2020, debido a la pandemia, llegó a las salas en 2021. Todo va tarde -y raro- en esta agónica época histórica que nos ha tocado sufrir. Ay. Y bueno, a pesar de todo, el filme protagonizado por una majestuosa Frances McDormand fue arrasando en todos los festivales posibles: Globo de oro, León de oro, BAFTA, Gotham, Toronto International Film Festival, NY Film Critics Circle Award, etc, etc. Una catarata de reconocimientos hasta llegar al Óscar, el premio de los premios. Y se llevó tres. Con esta información en mente, mis expectativas iban desbordadas, estaba hasta nerviosa, aunque con un miligramo -menos mal – de experiencia acumulada -algo se va aprendiendo- de que la desilusión sería una de las opciones. Ya se sabe, tarde de expectación, noche de decepción. O algo así. Esperaba una superproducción norteamericana, algo sorprendente, una obra maestra que me hiciera salir de la sala diciendo: “Wow, no lo olvidaré nunca”. Me ha pasado alguna vez: quedarme en la butaca, después de los créditos, con las luces encendidas, mientras los chicos/as de mantenimiento me miraban extrañados. El alma digiere despacio algunas cosas. El Arte es la medicina catártica por excelencia. Tampoco estoy inventando la rueda, ¿verdad? Y bueno, la trama tampoco me atraía mucho: una mujer mayor, viuda, que lo pierde todo y decide vivir/viajar en su camioneta. Vale. También leí que había paisajes de Nevada, carreteras interminables, muchos silencios y actores que no eran actores, sino verdaderos nómadas sin recursos que viven de la solidaridad de los demás en pequeñas comunidades salpicadas en el medio de la nada.

En fin, que entré en la sala, tras el ritual de siempre -es sagrado el ritual, esos pequeños hábitos, cuando nadie nos ve y hacemos lo que verdaderamente queremos-. En mi caso, un pitillo, un chai tea latte, periódicos de papel bajo el brazo y contemplar los cubos de la plaza, fijándome mu-cho en la gente que pasa y recordando todas las Lidias que alguna vez he sido. Y eso, después de “eso”, entré en la sala. Apagaron las luces. Aflojé la mascarilla ligeramente. Inspiré. Expiré. Y boom. Se proyectó el mundo del otro lado del muro.

Un mar salvaje, las tierras llanas, rojizas y eternas, fragmentos de piano delicado, violines in crescendo, … pura armonía natural. Ni rastro de edificios desorbitados, mastodónticos centros comerciales, ni demasiadas personas, ni semáforos. Casi dos horas sin la esclavitud del reloj ni reuniones online (la otra pandemia). La protagonista, Fern, encadena trabajos temporales por necesidad. Uno de ellos en Amazon, empaquetando los millones de objetos de los adictos al consumo, nosotros, junto a cientos de trabajadores uniformados, como gallinas sordas encerradas en jaulas kilométricas. Quiere pagar el arreglo de su única posesión: la camioneta.

Al terminar de bajar los créditos, con la pantalla en negro y alguien organizando cómo salir por filas, con distancia social, por la puerta de atrás y no sé qué más normas (exceso de normativa, principio de la guerra), me pregunté qué tal. Y me contesté, honestamente, qué me había parecido. “No sé si merece premios o no, quién soy yo para pensar en eso. Pero sí sé una cosa: algo dentro se me ha movido un poquito. ¿Qué es?”. Y llevo estas dos semanas, cuando la dictadura del trabajo me lo permite, dando vueltas a la idea: Fern, a pesar de no poseer NADA, absolutamente NADA, no da lástima ni inspira compasión. Más bien todo lo contrario. Sientes admiración, ganas de sentir lo que ella siente. Ella, nómada, no tiene nada, pero lo tiene todo: su propia libertad. De hecho, tiene la posibilidad de quedarse a vivir con su hermana en una bonita casa con jardín o con el hombre que le gusta, que la invita a quedarse con él. Pero Fern se agobia cuando ve tantos objetos, tanta armonía asfixiante a su alrededor. Esa colcha bonita, con buen olor, que cubre una gran cama mullida encajada en una habitación con flores cortadas y armarios grandes para que nada se arrugue. Qué agobio. Se fue pitando a dormir a su caravana, estrecha y destartarlada. Pero que la pertenece. Que refleja su yo libre y real, no sometido a las convenciones sociales -devastadoras- del poseer, consumir, desear.

“Eres una de esas personas afortunadas que pueden viajar a cualquier parte”, le dicen. Son nómadas porque no viven en ningún sitio, no pagan hipotecas, no firman papeles ni hacen gestiones. Y empecé a pensar, mientras caminaba aterrada por el ingente número de comercios, bares, tiendas, moles, cafeterías, restaurantes, ofertas … Y concluí algo que ya llevo pensando hace tiempo: los esclavos somos nosotros. La que está atrapada soy yo. Fern no tiene miedo. Por eso consigue elegir lo que quiere. Su tesoro es ella misma. Eso querría trasmitir la directora de la película, Chloé Zhao, inspirada en un ensayo periodístico de otra mujer, Jessica Bruder.

Y el impecable papel de los no actores: nómadas reales como Swankie, Bob Wells y Linda May -mi favorita, hasta el nombre es precioso-. Nada que ver con los nómadas digitales, como se les llama ahora, que pueden cambiar de vivienda, de ciudad, de país, pero siguen condenados a la pantalla del ordenador y a las exigencias del mercado. Libertad sometida no es libertad.

Y Fern también tiene lo que a nosotros nos han arrebatado: contacto humano, gente como ella que la rodea, la escucha, una comunidad. Ella abre la puerta de su caravana y ve gente, muy diferente, que se parecen a ella. Nosotros abrimos el ordenador y vemos correos electrónicos de nombres que no sabemos bien quiénes son. No son nadie. Son cosas que hacer. Obligaciones. Problemas que resolver. Pura soledad. Y abrí uno de los periódicos de papel, para leer (la sincronicidad, siempre) que el escritor y periodista Juan Manuel de Prada lo comentaba en su última columna de ABC: “No somos dueños de nuestro ocio”. Ni siquiera de nuestro tiempo libre. La industria del entretenimiento también nos lo ha arrebatado. ¿Y cuál es el objetivo?, se pregunta. “La destrucción de la vida comunitaria, de los vínculos humanos, de la vida moral”. Como consecuencia, señalaba, aparecen sucedáneos cotidianos que tratan de imitar (ay) el calor humano: “la comunidad de friquis de tal o cual serie de Netflix, la parroquia de seguidores y haters de tal o cual gurú de Twitter, la agenda de carne follada de Tinder”. Tremendo. Durísimo.

La película se llevó tres Óscars, como escribí al principio: mejor película, dirección y actriz principal. Pero esto es éxito en este lado del muro. La esclavitud de la mirada de los otros. Su reconocimiento interesado. A Fern y los suyos les agobiaría un teatro. Me imagino esas estatuillas doradas en la camioneta de Fern, en el hueco que dejaron aquellos platos rotos que conservaba con tanto amor. No tienen utilidad real. Acabarían en un mercadillo y ningún nómada los querría.