Lidia Jiménez Rodríguez
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Era viernes, llovía y estaba agotada. Conseguí sortear la frenética agenda de ocupaciones que sufre diariamente Madrid –imagino que ocurre lo mismo en todas partes- y entré en un cine residual, muy lejos del centro, sorteando las calles confinadas (Guzmán el Bueno, sí; Marqués de Urquijo, no) sin pararme a analizar los daños colaterales de mi decisión: hijo sin recoger del colegio, favor a vecina maja, explicación a marido amable, máquina de aparcamiento averiada, multa por zona restringida, dolor de tacones, hambre mareante, cajeros tuneados, pérdida de equilibrio y tropiezo estúpido. Así, a trozos, desorientada y floja, entré en una sala demasiado iluminada, con espectadores que parecían patos domésticos salteados (efecto de las mascarillas RPPTT –o como narices las llamen aquellos que conocen ese nuevo “lenguaje” que yo no uso-. Y mientras me sentaba en una butaca me vino a la mente, siempre caprichosa, aquellas películas en mi cine de siempre, el de antes, en Martín de los Heros, frente a la casa de Julio A. y de Bea M. Julio murió. Bea se mudó a México. Y yo me desparramo en un cómodo asiento de las afueras con palomitas de colores. El azúcar me vendrá bien.
Se apaga la luz y aparece Tilda Swinton (Londres, 1960). Es el cortometraje de Pedro Almodóvar. Se llama La voz humana, mejor dicho, The Human Voice. Durará 30 minutos. Es en inglés.
Vestido de Balenciaga rojo sangre, abombado desde la cintura, como los trajes de las meninas de Velázquez pero en londinense delgada de pelo corto y andrógino. Es el deseo. Pasea por un lugar extraño, de paredes grises y aspecto industrial. Rodaron en un polígono de Fuenlabrada, en 12 días. Intento no distraerme con datos. Cambio de la actriz a pantalón y chaqueta negros. Es el duelo. Se aprecia algo extraño. No se entiende qué pasa. Esta sensación de desconcierto ya no desaparece. De repente, se la ve entrar en una ferretería. La cámara se recrea en la variedad de hachas de diferentes tamaños y fundas con botones. Una imagen brutal. Me río un poco. “Las cosas de Almodóvar”, me digo a mí misma, como quien habla de un amigo, como si lo conociese. En el mostrador aparece Agustín, el hermanísimo, a cobrar el hacha elegido. Lo recuerdo en La piel que habito haciendo el mismo papel en la tienda-sastrería. Y tantas otras apariciones inesperadas. Sobra decir que he visto absolutamente todas las películas de Almodóvar.
Con esa hacha, la protagonista destrozará el traje del amante que ya no va a regresar. No puede con el dolor. La humillación. Las ganas de verlo. Espera la llamada durante tres largos días. Por fin se produce. Todo el corto es la conversación de ella en el móvil. El amante recogerá sus maletas. Le dice que no irá él en persona, que mandará a alguien. La desesperación va en aumento. Ni siquiera podrá despedirse. Verlo un último momento. Ecos de la nave del olvido. Monólogo de Jean Cocteau, 1930. La sumisión. La venganza. Las ganas de morir.
Me invade la sensación de estar flotando entre la ficción y la realidad, entre el suntuoso apartamento colorido y el frío polígono impersonal. La realidad dentro del teatro. El teatro de la realidad. Fantasía o realidad. La duda entre si actuamos o vivimos, si encajamos apropiadamente los diferentes personajes, las capas que somos cada uno de nosotros en la matrioska rusa del tiempo ya consumido. Esta sensación acompaña varios días.
Golpea hasta el dolor la frase que le dispara mientras coge una pequeña maleta de piel con todas sus cartas: “Te devuelvo todas tus palabras, incluidos los papelitos”. Eso es imposible. La carta es un mero recipiente. Material reciclable. El contenido pertenece al que las ha sentido
Yo no devolveré nunca las palabras que elegí quedarme. Tampoco las imágenes. Esa libertad no podrán confinarla. Ni con hachas ni con pandemias globales. Es un grito que sueña, que sufre y que quiere vivir. La voz humana.
Y, en la línea de los tiempos dramáticos que corren, uno piensa en la casa como lugar de reclusión donde se come, se trabaja, se hace todo. “Es muy peligroso”, comentaba el propio Almodóvar en una entrevista para Fotogramas. Llegué a casa y me acosté. Durmió mi cuerpo pero mi mente siguió pensando. Hubo mucho más antes de esos 30 minutos. Y lo que pasa con sus vidas empieza al terminar el metraje.