Lidia Jiménez RodríguezLidia Jiménez Rodríguez
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Solecito. Plaza de Chueca. 16.45h (más o menos). Marta y yo nos reíamos tanto como la primera vez. Hay cosas que nunca dejan de pasar. La miro y sé lo que va a decir. Me mira y termina mis frases exactas. Fue así desde el primer día. Yo tenía 17. Tola, cincuentón. Nos veíamos en el estudio de la calle Ayala, aquel balcón enrejado. Entonces yo era joven y Marta, mi ídolo: escribía guiones de cine, corregía columnas de Tola, vestía ropa sofisticada, estaba casada con un artista. Pero, sobre todo, generaba a su alrededor esa vibración perfecta que la gente nota, disfruta, valora, pero no sabe nombrar: la alegría. Marta hacía bromas de todo y por todo, con palabras y con gestos. El detalle más tonto acababa siendo un hit cómico. Había magia, química, energía, como se quiera llamar. Nos reíamos mucho. Muchísimo. Ya no tengo 17. Plaza de Chueca. Con el té verde aún caliente en la mesa, mascarillas olvidadas en el sótano del bolso, los movimientos invisibles de los camareros de siempre, en la mesa de siempre. Entonces Marta preguntó algo. Justo se acercó un perro pequeño, subió la pata. Lo aparté.

– ¿Tú para qué escribes?, me soltó Marta, como quien pregunta cualquier cosa, como si no acabara de lanzar un misil titánico a mi pertrecha trinchera de palillos.

– ¿Qué quieres decir?, contesté yo mientras tragaba saliva y recolocaba mi miedo en la silla.

– Se suele escribir por algo, para algo, añadió sonriente. Suele haber una finalidad, una intención; se pretende llegar a algún sitio, cambiar alguna situación, denunciar una realidad, no sé… siempre se escribe para algo, ¿no? Hay muchas razones -y volvió a dispararme a la cara-: ¿tú para qué escribes?

(El perro se había alejado. No tenía excusas. Habíamos pedido la cuenta)

– No lo sé, Martis, me rendí. Y, como epitafio, añadí: nadie lo sabe.

Esto pasó hace dos jueves. Ayer fue jueves. Y no paro de darle vueltas. 14 días de montaña rusa dialéctica, de discurso interior a golpetazos, de respuestas inconexas que me doy a mí misma bloqueada por el miedo a suspender un examen inventado. Me vienen a la cabeza cientos de respuestas, todas inexactas, que no convencen del todo, como cuando entras a una tienda y ves ropa rebajada que compras sabiendo que te equivocas: se escribe para entenderse mejor, para ordenar ideas, para rescatar recuerdos, para darle sentido a las cosas; para que te entiendan, para que te valoren, para que te reconozcan, para que te quieran (como le dije aquel día a Dámaso en los cursos de Doctorado). También se escribe para no olvidarse de la leche en la lista de la compra, para justificar una condena a cadena perpetua, para firmar un divorcio, para pedir un préstamo en el banco. Por profesión, oficio, gusto, disfrute, miedo al vacío, necesidad vital. Para imitar a otros, para alcanzarlos, para crear belleza, enamorarse, para huir de lo cotidiano, despistar a la muerte.

escribimosA principio de curso hice un experimento. Les pedí a mis alumnos de 21 años que escribieran una carta a su “yo” del futuro, que se dieran ánimo, se desearan cosas buenas, se preguntaran por sus proyectos actuales. Yo les enviaría la carta dentro de seis meses. Les entusiasmó la idea. Seleccioné música tibetana para que se concentraran mejor (esto les hizo gracia). Cuando terminaron, repartí sobres blancos de papel. Los miraron como quien va a un acuario y aparece, desde el fondo, un pez payaso. Lo dieron la vuelta. Lo abrieron. ¿Dónde escribimos nuestra dirección?, preguntó uno por fin. “Aquí”, señalé yo a la derecha, parte inferior. Ninguno supo. Algunos lo rellenaron con letras enormes a la izquierda. Otros en el centro. Otros preguntaban qué se ponía por detrás (en el remite). Al final lo reconocieron: “Es que nunca hemos escrito una carta”. Abrí los ojos como un emoticón sorpresa. “Ahora hablamos por móvil, por whatsapp”, explicó otra, dirigiéndome una irritante mirada de joven que ayuda a su abuela con la bolsa de la compra. Ya no se es-criben cartas, me quedó claro, pero probablemente los jóvenes se comuniquen de otras formas (quiero pensar).

Mañana vuelvo con Marta a Chueca. No podía ser de otra forma. En 20 años solo hemos comido en dos sitios: el estudio de Ayala y la plaza de Chueca. Somos animales de costumbres. Iremos al bar de siempre, a la mesa de siempre. Y le enseñaré estas palabras escritas. Estas mismas, sí. Quizás aparezca el perro. Después le pediré que formule la misma pregunta de aquel jueves soleado. Y ocurrirá esto:

– ¿Tú para qué escribes?

– Para que me leas tú.

(Ahora mucho mejor)