Lidia Jiménez RodríguezLidia Jiménez Rodríguez
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Siempre quise vivir en Nueva York. Es mi sueño desde que tenía 10 años o 7, 21, 13. Yo qué sé. No me recuerdo sin pensar en esos rascacielos, las pistas de patinaje, las luces de Times Square, los estrenos en Broadway, las librerías atemporales, los puestos de flores en las esquinas, bagels ham & cheese, los nombres de las calles que son números (la 42, la quinta avenida, la 83, 9th avenue). Y gente de todas partes y etnias, los taxis amarillos que salpican al pasar en los días lluviosos… O esas zonas Jewish con heladerías kosher o el MoMA con Pollock o el poder de Wall Street. Y bueno, el humo de las alcantarillas.

Me imaginaba a mí misma en ese puente de Brooklyn que emergía en las películas de Woody Allen (Annie Hall, Hannah y sus hermanas, Manhattan-, esas escenas que empecé a ver a los 10, 21, 14. Yo qué sé). Y el subway con sus mil itinerarios (letras, números, colores). O, cómo no, Central Park, por donde paseaban Yoko Ono y John Lennon en su vídeo Woman.

En realidad, pienso que no hay nadie, en su sano juicio, que no quiera vivir en Nueva York. Al menos un mes. Un año. Una de nuestras vidas.

Hace un par de semanas comencé a ver el documental Pretending it´s a city (Netflix, enero, 2021). Lo dirige Martin Scorsese y lo protagoniza Fran Lebowitz. Solo estos dos nombres justificaban el plan. Y, cómo no, Nueva York: esa ciudad… Lebowitz habla rápido, regalando una catarata de ideas ingeniosas, irónicas, sarcásticas … Y Scorsese está entregado, no para de reír (a veces demasiado –quizás-), pura complicidad con la protagonista (andrógina, despierta, divertida). Son siete episodios con un hilo conductor: Pretendamos que se puede vivir (bien) aquí. Y entonces critica el jeroglífico del metro, lo absurdamente caro que es todo, la obsesión de los newyorkers por caminar ensimismados en sus pantallas. “El otro día me crucé con un chico en bici. En una mano llevaba el móvil, en otra un perrito caliente … ¡y conducía con los codos!”, explica, entre carcajadas, Lebowitz.

Hace poco me contó una amiga que solo en Nueva York puede suceder que, dando pedales a una bicicleta estática, antigua, prepares tu propio smoothy verde, healthy y eco-friendly, en un ambiente cool de música jazz. Y en el baño, al tirar de la cadena, el agua proviene de la lluvia reciclada. Uno se atreve a todo en NYC, sin duda. El ridículo no va con ellos.

Siempre quise vivir en Nueva York. Y, no lo van a creer, los sueños se cumplen (a veces). Un milagro del destino me permitió pasar varios meses allí (después he vuelto otras seis o siete –en realidad, voy siempre que puedo-). Uno se siente tan pequeño que toma la verdadera medida del mundo. Esa energía cuando aterrizas, ese subidón de cada mañana al abrir la ventana –hay como un ruido potente, pero que no molesta, como si la ciudad respirara profundo-. O esos ángulos de luz entre la luna y los rascacielos. Y Chinatown, Little Italy, SoHo, NoHo, la estatua de la Libertad, las gorras NY Yankees … Energía con luces y fluorescentes, pulsión de vida, locura. Pieles brillantes y limpias, calor sofocante o frío atroz, hot dogs y hamburguesas, enormes bolsas de basura. Y ese olor… A veces no huele bien. Nadie es perfecto. Vibración continua, casi animal, de un monstruo que se despierta, un tanto molesto, siempre recién nacido, excitado.