Lidia Jiménez RodríguezLidia Jiménez Rodríguez
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Esta tribuna es un canto a la amistad. Una pequeña oda a los momentos especiales. Una alabanza a la complicidad, a esos momentos que nos regala la vida donde nos unimos a otros en otra dimensión mágica, inexplicable, muy reconfortante. Casi diría que se parece al amor. Pero empecemos por el principio. Un principio un tanto raro: un pulpo.

Una relación entre un hombre y un pulpo. Tal cual. Es la trama de My Octopus teacher, una película documental dirigida por Pippa Ehrlich y James Reed. Cuando me la recomendó Alfon, entre ejercicio y ejercicio, en la pista de atletismo, se me arrugó la frente, torcí los ojos, continúe con las abdominales. Creo que no se notó mucho. Seguí con los fondos. Las flexiones. Los tríceps. «Increíble», añadió al rato manteniéndome la mirada. Yo le pregunté algo tontorrón, antes de cambiar de tema. «¿Cuándo la estrenaron?», «¿Netflix?». «Sí, en Netflix, hace unas semanas», respondió. Tocaban ya las carreras y los relevos así que esquivé profundizar en el tema. No volvió a salir. Mejor. Me confortó la idea de que yo había mostrado interés. Hice las preguntas correctas, menos mal. Me cae demasiado bien Alfon como para decirle que no hago ni caso a sus recomendaciones cinematográficas. «Ni de broma veo dos horas de película de pulpos», comenté conmigo misma camino del coche.

Esa noche, tras acostar al niño y ver el episodio 5754 de The Crown, busqué My Octopus teacher. Sí, purita contradicción. Así me llamo. «Veo diez minutos y me duermo», le decía mi cerebro a mi pereza.

El documental empieza con unas imágenes preciosas del fondo del mar, del paisaje inabarcable de Sudáfrica. Belleza en estado puro. El protagonista se sumerge sin camiseta (para sentir mejor) en el agua y va grabando decenas de peces, cangrejos, medusas, tiburones, peces raya, bancos de coral. Nada me puede interesar menos en esta vida que la vida de los peces. Me recuerdan a los documentales de La 2 que usaba para dormir en mi casa de Nuncio.

 

Qué equivocada estaba. Qué prejuicios estúpidos. Qué bien hice en aguantar el sueño hasta el final. Uno acaba reconociendo, plano tras plano miedo mutuo. Respeto. Lo que el pulpo me enseñó, película documental dirigida por Pippa Ehrlich y James Reed nos cuenta una historia muy tierna y conmovedora entre un pulpo y un ser humano

Escribo esta columna en un bar de Móstoles, al sur de Madrid. Nunca había estado aquí. Cafetería Cruz II, se llama. Imagino que habrá un Cruz I en alguna calle de por aquí. No analizo con detenimiento cómo acabé hoy aquí. Necesitaría varias columnas como esta para explicároslo. Mientras pido un café busco las palabras que mejor definan esos momentos de comunión con otro, con el otro (aunque sea un animal). En esto salta el telediario en la gran pantalla que manda en el bar. Hablan con C. Tangana, un rapero de rumbachata – o algo así dicen en la tele-. El ruido ensordecedor de platos, vasos, cubiertos y los continuos cantos de menú, se paralizan de pronto. Todos miramos a la pantalla: suenan los compases del tema de moda, 10 millones de visualizaciones en una semana. Se llama «Tú me dejaste de querer». El camarero añade, bien entonado, «cuando menos lo esperaba», «cuando más te quería», añado yo, que también me la sé, «se te fueron las ganas», remata el tipo en la máquina tragaperras en la piel del Niño de Elche. Y entonces me inspiró para escribir esta crítica de la peli: los momentos de complicidad nos hacen más humanos. Son solo 10 segundos, unas horas, quizás algunas semanas, pero llegan muy adentro. Uno siente que comparte una parte de la realidad que no está en la superficie. Un brindis de vino manchego por la complicidad. Por los momentos nirvana. Por sentir que estamos vivos y que otros también lo están. Al mismo tiempo. Compartir la magia, aunque sea con un pulpo.