Lidia Jiménez Rodríguez
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“Solo pinto para que te guste a ti, madre”. Esta frase me aniquiló en la butaca. La pronuncia el pintor británico L. S. Lowry (1887 – 1976) mientras quema sus cuadros en el patio trasero de su casa, en Pendlebury, un barrio obrero cerca de Manchester. Un hijo bueno que dedica sus días a cuidar de una señora gruñona, frustrada y cruel que sueña despierta con la vida burguesa que hubiese deseado tener. Su madre. A pesar de todo, él le hace la comida, le da conversación, aguanta sus desplantes. La peina.
Pregunté cuánta gente habría en la sala. “Sois cuatro”, creí entender desde la pecera de cristal desde la que me hablaban. Me acercó un plástico para pasar mi tarjeta. Después me señaló el hidrogel. Dijo algo en el minimicro marchitado que le miraba el escote. No compré palomitas. Entré en la sala.
La película del director Adrian Noble, protagonizada por Vanessa Redgrave y Timothy Spall, no consigue despegar. La zona industrial del norte inglés, los colores ocres, la lluvia constante, la repetición de plano y la angustia de la habitación crean una atmósfera asfixiante. Pero el tema traspasa la pantalla y llega con fuerza a los espectadores, al menos -pienso yo- a los cuatro valientes que nos acercamos al centro de Madrid un día pandémico de febrero.
La madre del pintor, Elizabeth, quería tener una hija. Aceptó cuando tuvo varón, pero nunca lo llegó a acoger del todo. Le tortura continuamente diciéndole, entre otras lindezas, que busque un trabajo mejor (era cobrador de alquileres, empleo heredado de su padre) y que no se dedique a eso de pintar porque solo consigue reflejar “cosas feas”. “Hasta un niño lo haría mejor que tú”, le castiga la anciana postrada en la cama sin enfermedad (física) evidente. Aún así, el artista sube cada noche al ático de la vivienda, tras dejarla acostada, y saca sus pinceles con esmero. Los limpia. Los mima, como si al tratarles bien a ellos, le hiciera bien a sí mismo. Allí se siente libre, rodeado de belleza, reconfortado. Recuerda sus paseos por la ciudad, los obreros saliendo de las factorías, el paisaje urbano de las fábricas humeantes. Y los refleja con amor, con todo el amor que le falta. Les da vida con cada pincelada. “Solo soy un hombre que pinta”, se define a sí mismo.
La plaza de los Cubos siempre ha sido uno de mis lugares favoritos. Desde Callao hasta Moncloa, incluyendo Ferraz y las terrazas de Pintor Rosales es el Madrid que yo camino tranquila. Julio bromeaba con que yo conocía una única zona de la capital. Se tapaba la boca para reírse a carcajadas (tenía esa manía) y me soltaba: “la calle Alberto Aguilera”. Y luego añadía, en otra catarata cómica individual, “si te sacan de ahí, empiezas a mirar raro”.
Tras la muerte de la madre, ya con más de 50 años, liberado de la falta de reconocimiento y la esclavitud emocional, Lowry finalmente expone en Londres. El éxito es total. Sus cuadros se llegan a vender por cinco millones de libras. La Reina de Inglaterra intentó condecorarlo con diferentes medallas de honor. Pero Lowry las rechazó. “No quiero reconocimientos muerta ya mi madre”, se disculpó.
La influencia de los padres. La toxicidad de algunas relaciones. La dificultad para romper con la monotonía. Los “áticos” del artista. La condena a una vida de pobreza (cultural). Romper con la imagen del espejo que te han entregado los demás. No arrinconarse a pesar de los obstáculos. Dejar el miedo atrás. Apostar por la belleza. Creer en uno mismo. Despegar.
Había dejado en los Cubos el coronacirco de Abril, el Nuevo Orden Mundial, el negacionismo, las críticas al 8-M, los cientos de datos por hora sobre muertos, contagiados, encuarentenados por el caprichoso virus. Y me enfrenté al arte, que es el mejor interrogante. Laurence Stephen Lowry se llamaba. Finalmente llegó la celebridad, el ansiado capital y el reconocimiento unánime de crítica y público. Aunque necesitara, más que nada, una madre. Como todos.