Lidia Jiménez RodríguezLidia Jiménez Rodríguez
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Caras sin expresión. Facciones mutiladas. Ausencia de miembros. Rostros con bozal. Llevo tiempo analizando nuestra vida pandémica tras la mascarilla. Ya no tenemos boca, ni pómulos, ni media nariz. Tampoco podemos morder, ni ladrar. Ni dar besos de tornillo. Las nuevas caras son raras, como es raro todo lo que nos arrebatan por la espalda, sin previo aviso, a quemarropa. Supongo que todos ustedes, queridos desconocidos, han pensado en esto. Nuestra vida dispone de la mitad de luz, la mitad de mensajes faciales, la mitad de lenguaje no verbal. A veces intuyo que alguien se ríe, da señales de felicidad, pero resbalo entre mi imaginación y su gesto atrapado. Ahora se sonríe con los ojos, por encima del velo. Enjaulados.

Hay muchos formatos en el nuevo código expresivo de la alegría: pequeñas arrugas en los ojos, ligero movimiento de nariz, elevación de la mascarilla o cabeza hacia atrás. Detectamos esto y pensamos que el otro es feliz. Por un momento. Pero no sabemos nada. Nunca se sabe nada.

Hace poco comí con un compañero de la universidad. Mientras ignorábamos el horrible QR y solicitábamos una carta de papel -por aquello de dejar descansar a la tercera mano, el móvil, unos minutos- le confesé un secreto: “¿Sabes? Cuando veo a la gente sin mascarilla, me parece fea”. Cosme me miró fijamente, tranquilo. No parecía escandalizado así que continúe: “Cuando x se quitó la mascarilla, no me lo podía creer. Era otro. Me lo había imaginado completamente diferente. Hasta tuve que mirar para otro lado para que no se me notara. No soportaba la realidad”. “Pues claro”, sentenció. “Tendemos a la belleza, dibujamos lo que falta con nuestros propios ideales. ¿No lo sabías?”.

Cosme había dado en el clavo. Completamos a los demás con nuestra belleza anhelada. Ha ocurrido siempre, pero ahora, como pequeños dioses en prácticas, inventamos sus facciones, retocamos sus defectos. Un photoshop automático y cotidiano. Y bueno, como siempre, la realidad va a su bola.

En cuanto llegué a casa, pregunté a Don Google por el tema. “Rostros idealizados tras mascarilla”, escribí en el buscador. Y, como siempre, respondió: “El ser humano necesita crear imágenes mentales completas de aquello que tiene delante. Lo hace mediante un efecto que se llama pareidolia, que consiste en que un estímulo vago y aleatorio (habitualmente una imagen), que es percibido erróneamente como una forma reconocible”. Para que lo entiendan, escribía un periodista, es aquello que hacemos cuando vemos formas de animales en las nubes, por ejemplo. Después leí las estadísticas de la universidad de Pensilvania, que había llevado a cabo este verano un estudio al que llamó, irónicamente, The Beauty and the Mask (La Bella y la Máscara). Participaron 500 personas que avalaron mi decepcionante experiencia personal: “Los rostros cubiertos con mascarillas quirúrgicas son juzgados como más atractivos que los que no lo están”. Quizás es verdad. Una amiga mía, Suki, sostiene que ocultarse es misterioso, además de sexy, y que “la mascarilla es la nueva barbita”. Una moda moderniqui. Asegura que muchos aciertan al esconder las imperfecciones tras la telilla, como antes con el no-afeitado de tres días.

Pasé casi toda la noche en Internet. Descubrí el enorme aumento de las operaciones de estética debido al teletrabajo. ¡¿Cómo?! Sí, dado que solo mostramos la cara en la pantalla (la mayoría estamos en pijamas), el resto de asistentes a las reuniones por Zoom/Teams/FaceTime/etc dispone de mucho tiempo para observarnos. Así que necesitamos una cara más simétrica, sin brillos, que de mejor en cámara. Actores y actrices en el drama laboral cotidiano. 1984. Big Brother. Siempre observado. Una pena.

Y mi pregunta es: Si miro las cosas solo a la mitad, ¿me resultarán más bonitas? ¿Cuánto puedo rellenar con mis ideales? Levante sus ojos y responda. Si lleva mascarilla, quizás alguien lo observa y lo imagina guapísimo/a. Sonría. Lleva la sonrisa en los ojos.